miércoles, 3 de septiembre de 2008

EL ORIGEN DEL POEMA*

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Me consolé en el sol y en la lluvia.
Me senté otra vez a la puerta de mi casa.
El campo, al fin de cuentas, no es tan verde
Para los que son amados como para los que no lo son:
Sentir es distraerse.

Alberto Caeiro.


Estuve internado en un hospital en Tucumán cuando recién comenzaba el invierno. Desnudo sobre una mesa, vi a un cirujano desde abajo, como si se hubiera instalado en una plataforma de mí. Yo había entrado sólo unas horas antes atravesando un pasillo colmado por una multitud ruidosa, hasta llegar a un compartimiento apretado con paredes de plástico; y desde ahí casi sin darme cuenta fui llevado en camilla a la sala silenciosa donde apareció el cirujano. Después me pusieron suero y quedé dormido; y recién desperté cuando ya era de noche. Miré alrededor y creí encontrarme solo en una sala enorme y sentí miedo pero enseguida volví a caer dormido.
Me habían dicho que tendría que estar por lo menos un mes internado después de la operación, porque no me veía nada bien. Y estuve ahí en efecto muchos días (ni sé cuántos), en una especie de galpón silencioso y en penumbras con paredes de azulejos verdes, casi blancos de tan pálidos. (Lo que más recuerdo es que todas las cosas tenían un mismo color pálido: los uniformes de médicos y enfermeras, las sábanas de las camas y hasta mi propia piel, la piel de mis manos).
Una mañana descubrí en la cama de al lado a otro hombre. Parecía estar muy mal, incluso peor que yo. Como ambos permanecíamos la mayor parte del tiempo durmiendo estuvimos varios días sin hablarnos, pero al fin un día me saludó moviendo apenas una de sus manos y a partir de entonces cuando coincidía que estuviéramos despiertos, me miraba y balbuceaba que había que evitar que los negros entraran al hospital. No sé a qué negros podía referirse. Siempre decía lo mismo, como si fuera lo único que le importara. Y mientras tanto los últimos días que le quedaban se le iban por las enormes ventanas de la sala en penumbras.
Un médico muy viejo pasaba al atardecer. A veces también venía en las mañanas con un grupo de jóvenes que se paraban a los pies de las camas y miraban en silencio o hacían comentarios incomprensibles. Las enfermeras en cambio daban vueltas todo el día, como si a cada momento tuvieran que controlar todo de nuevo. Recuerdo a una de ellas porque me cuidó como si yo fuera su hijo. Me había despertado a media noche descompuesto y comencé a llorar, aunque en voz muy baja. No sé cómo se habrá dado cuenta pero vino enseguida. Me dijo que tenía que tranquilizarme y me dio un vaso de agua y mientras yo intentaba tomar a sorbos estuvo repitiendo: "No es nada, no es nada...", con una mano apoyada sobre mi espalda para que me pudiera sostener mejor. Después se quedó a un costado de la cama hasta que volví a dormir. Recuerdo ahora sus pechos debajo del delantal, la forma de sus labios, su cuello. Me hubiera gustado besarla o tocarla. Como casi ni podía moverme, aquel día pensé en agradecerle antes de salir del Hospital.
No creo haber sentido el dolor, la soledad o el frío: lo único que recuerdo en realidad es un cansancio absoluto como si de la vida misma estuviera cansado. Y era casi un alivio: me daba cuenta que así cansado podría morir cualquier noche sin temor o desesperación, sin un suspiro, con la paz anticipada del descanso.

Permanecía durmiendo la mayor parte del día y mientras dormía tenía sueños extraños, supongo que por los medicamentos. Pero lo más extraño era que mientras soñaba sabía que estaba soñando y entonces prestaba atención al sueño para escribirlo al día siguiente en un cuaderno que conservaba bajo la almohada, pero al día siguiente seguía cansado y además no me acordaba casi nada. Cuando lograba escribir algo, lo que no podía hacer era poner en orden los lugares y los tiempos.
Los lugares, porque -por ejemplo- estaba en la casa en que vivía en Tucumán, pero las habitaciones eran las de la casa de mis padres en Jujuy, donde había pasado la infancia, o por el contrario encontraba en aquella casa de mis padres cosas que guardaba en mi casa en Tucumán.
Pero sobre todo no podía poner orden en el tiempo. Encontraba en el sueño -también por ejemplo- una mujer que en la realidad ya era casi una vieja, pero que ahí era joven: recién tenía la edad que había tenido su hija muchos años antes, cuando yo había estado enamorado de ella. Y lo más extraño era que también había alguien con la edad de esa mujer que hacía como de madre de si misma. Y todo enseguida se confundía todavía más cuando esa mujer, en la versión de una chica, me enfrentaba y me decía que era necesario que hiciéramos el amor y que para eso yo tendría que pedirle permiso a su madre. No me sorprendía tanto el pedido (sabía que era su madre) como la decisión. Era casi una niña: parecía una decisión excesiva.
Cuando despertaba intentaba recordar, pero ya entonces todo era demasiado confuso y además no tenía fuerzas para nada.

Poco antes de morir, el hombre del lado me preguntó por qué estaba internado. No supe qué contestarle. En primer lugar porque no quería hablar con él: cuando me subía la fiebre lo detestaba, sentía ganas de gritarle que si se trataba de negros él debía ser el primero en irse. Pero no dije nada de eso. Lo que le dije fue: "Vergüenza". Después, como si fuera una aclaración, agregué: "Vergüenza, por algunas cosas que he escrito". Fue lo único que se me ocurrió decir. Y debe haber sido lo último que escuchó el infeliz antes de morir, porque al día siguiente la enfermera de media mañana, al acercarse a tomarle rutinariamente el pulso, descubrió que estaba muerto y llamó a dos enfermeros que se lo llevaron envuelto en las sábanas donde había pasado sus últimos días.
Unas horas después trajeron a un chico en una camilla. Tenía la cabeza inflada como un globo y estaba tan flaco que su cuerpo pareció hundirse y desaparecer cuando lo pusieron en la cama y sólo quedó su cabeza descomunal sobre la almohada. Yo nunca había visto nada igual. Lo habían rapado y por debajo de la piel transparente se veía el azul de las venas del cráneo.
Estuvo durmiendo todo el día y al atardecer vino un hombre y el niño pareció despertar, aunque siguió sin moverse. El hombre estuvo en silencio a su lado como si tuviera miedo de hablar. Impresionado por la escena, me pareció que alrededor de ellos la tarde se había quedado inmóvil y me sentí yo mismo de pronto inmóvil y mudo. Es difícil de explicar. Era como si el lejano ruido de los autos que huían por las calles o del viento que soplaba en la terraza, fueran apenas apariencias: la verdadera tarde se había quedado quieta y en silencio.
Pero después el dolor comenzó a moverse. El hombre tenía la cabeza apoyada en la pared y los ojos fijos en el techo y el dolor comenzó a pasar vertiginosamente a su lado por el diminuto cuerpo del niño desnudo entre las sábanas. Y entonces a pesar de los ruidos de la calle, era demasiado el silencio, un silencio que comenzaba en los ojos del hombre, un absoluto silencio donde sólo se escuchaban los sollozos del niño. El hombre acaso quería hablar pero no encontraba nada que decir y entonces se levantaba, iba hasta la ventana y volvía a sentarse a un costado de la cama y volvía a levantarse y volvía a sentarse, mientras el niño volvía a sollozar o se calmaba.
Yo pensaba: "Si pudiera decir algo. No decir lo que pasa: encontrar algunas palabras solamente. Tal vez estarían mejor". Y como seguía el silencio, al cabo de un rato llamé al hombre con la poca fuerza que me quedaba y le pregunté qué le pasaba al niño. No pudo contestar porque se le llenaron los ojos de lágrimas, pero como si entonces hubiera descubierto el vacío de sus manos, se volvió hacia la otra cama, se inclinó sobre el niño y lo acarició. Después levantó su cuerpo y estuvo abrazándolo como si quisiera aliviarlo haciendo que el dolor pasara a su cuerpo y también con infinito cuidado para que su abrazo no lo dañara.
El niñó después pareció dormirse y el hombre permaneció a su lado. Cuando oscureció y quedé dormido todavía estaba ahí. Esa noche soñé que habían comenzado a quemarse los árboles del vecino mientras yo dormía en el patio de la casa de mis padres y que enseguida llegaba el fuego a los árboles bajo los que yo dormía y entonces mi padre salía con una manguera pero no lograba dominar el fuego. Yo intentaba despertar, para huir del fuego, pero no conseguía hacerlo. Y de pronto el hombre con la manguera en medio del fuego no era mi padre sino el hombre que había estado con el niño. Cuando por fin desperté el niño ya no estaba en la cama de al lado. No quise preguntar qué había pasado. Estaba confundido, lleno de la extraña sensación de haber vivido en el sueño lo que le estaba ocurriendo al niño en la cama de al lado.

Cuando ya estuve un poco mejor comencé a caminar por el Hospital. Anduve hablando y conociendo la pobre gente que en esos cuartos enfrentaba el frío, la privación y el dolor. Estuve en una galería que daba a un enorme ventanal donde los tuberculosos pasaban las tardes del invierno y pude verlos intentando retener el sol ya en las últimas horas del día, tiritando bajo las frazadas mientras oscurecía atrás de los vidrios. Y he creído comprender esa desesperación por aprovechar los últimos rayos que los hacía permanecer en la galería casi a oscuras y de regreso en mi cama escribí un texto que empezaba: "Lamiendo un resto de luz sobre la pared de un día helado...".
Pero a quien más recuerdo de esos últimos días es a una chica a la que un vehículo le había arrancado un codo. Viajaba en taxi con el brazo apoyado sobre la ventanilla y un ómnibus se vino encima. El golpe le pulverizó los huesos del codo pero no alcanzó a arrancárselo, de modo que el brazo le quedó colgando como una manga pesada y deforme. Debía sostenerlo, acomodarlo constantemente con la otra mano. Cuando se sentaba a comer -por ejemplo- lo acomodaba sobre el respaldo de la silla o a un costado del plato sobre la mesa, como si fuera un bulto, una parte de sí misma que había dejado de pertenecerle. Me comentó que los médicos le había dicho que lo mejor sería cortarlo pero ella no se los había permitido. Y agregó -como una reivindicación absurda- "¡Cómo podían suponer que iba a permitirles que me cortaran el brazo!". Lo dijo con tanta convicción que no me animé a preguntarle por qué o para qué quería conservar ese brazo muerto, por miedo a que pudiera ofenderla mi obvia disposición a que se lo cortaran.
Aunque estaba mejor seguía durmiendo la mayor parte del día y seguía soñando. Recuerdo un sueño de esos días. Yo tenía que ir con una mujer a la casa de un vecino y para hacerlo era necesaria una escalera, pero como no la había hacíamos como que bajábamos por una escalera imaginaria y cuando ya estábamos por llegar yo debía volver a la casa de mis padres -no se con qué excusa- a buscar un preservativo. Cuando encontraba el preservativo me despertaba y ya no podía volver a ella. Ya no entiendo nada de esos sueños. Pasaba las horas en una confusión en la que mezclaba gente que andaba por el mundo con otros que hacía tiempo se habían perdido y así ocurría que unas mujeres aparecieran con el aspecto de otras más jóvenes, pero sin dejar de ser mujeres mayores, como si las imágenes sumaran identidades; o se tratara sólo de formas cambiantes de identidad, porque aquellas que aparecían como otras conservaban su identidad por debajo de las imágenes de que se disfrazaban y porque además en cualquier momento se convertían definitivamente en eso de que se habían disfrazado.
Como estaba un poco mejor, en las últimas horas de la tarde -que era cuando mejor me sentía- comprendía que todo lo perdido inexplicablemente reaparecía en ese lugar remoto e intentaba guardarlo, rescatar algo de todo eso en el cuaderno que guardaba bajo la almohada. Pero cuando ahora releo lo que escribía esos días me doy cuenta que no es mucho lo que he podido guardar. Apenas cosas así de confusas: "Somos quiénes fuimos, sólo que ahora disfrazados de quiénes éramos". O sino: "Ella apareció como su madre pero en un cuerpo más joven que el de su madre y aún que el de ella misma; su madre, en el cuerpo que ella tenía cuando yo la amaba ".
Un día me dieron de alta, un domingo en que no pude encontrar a la enfermera en los interminables pasillos vacíos y en silencio; y me di cuenta que el mundo en que había vivido desaparecía de pronto. No es que me haya gustado estar ahí, pero me asombraba comprobar cómo se desvanecía.
Era el anochecer. Recuerdo que al salir todavía muy débil encontré una luna que me maravilló: en su intensa claridad se veía la avenida desierta, las casas a los costados y los árboles, con todos los detalles, como si fuera de día aunque bajo una luz más tenue y misteriosa que la del día. Y sin saber bien por qué me detuve a mirar el pasto que crecía entre las baldosas de la vereda, con la impresión de recordar esa imagen de algún lado. Enseguida me di cuenta de que la había visto en un sueño y entonces tuve la sensación de no haber salido en verdad del hospital sino seguir soñando en el fondo de la sala a oscuras. Fue como si todo se hubiera hundido en la irrealidad: la calle, alguno que entraba al hospital, los taxis que aguardaban a un costado y yo mismo detenido con la mirada fija en las veredas, no éramos más que formas de un sueño. Un momento después, ya repuesto, seguí caminando y enseguida creí saber de dónde venía la imagen del pasto y la vereda: tenía que ver con lo mejor de un sueño porque era algo que me había hecho pensar tengo que despertar para escribir. Pero entonces no pude recordar de qué imagen o qué sueño se había tratado. Seguro que ya al despertar eso que había querido recordar estaba perdido.
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*[De "No esperar nada más de las estrellas", Catálogos, Buenos Aires, 1999].

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