lunes, 24 de noviembre de 2008

SOFOCAR

Estuve donde terminan las súplicas y aprendí a valerme por mí mismo. También partí y llegué muy lejos. Y aprendí que las cosas no tienen todas el mismo nombre y por qué no hay nombres para algunas cosas. Y aprendí algo más. Aprendí que la noche puede durar y que lo que importa es pasar la noche. Llegar con el cuerpo a la mañana siguiente. Y para eso hay que sofocar. Ya he usado en un poema la palabra sofocar. Sofocar -este es el sentido ahora- todo lo que puede perdernos en la mitad de la noche. Sofocar. Tampoco esta vez se me ocurre otra palabra.

domingo, 9 de noviembre de 2008

OTRAS CONSIDERACIONES

Aprender que alguien muere en la palabra muerte. Volver a unas palabras como a los años que se han perdido. En un nombre cualquiera, saber que con otras letras está escrito el nombre de aquel interminable muerto, de aquella que lejana respira y tal vez canta. Intentar un espacio con la palabra cielo. Un paisaje, con las palabras más quietas. Pintarlo todo de rojo con un rostro que se creía olvidado. Y siempre sin poder decir dónde ni cuándo.

Palabras, una corriente poderosa y triste por la que van pasando el tiempo, el amor, la muerte, hacia un lenguaje de signos, un conjunto de sonidos incomprensibles.

Es necesario observar detenidamente la curva que describen. El modo que tienen de caer en cualquier lado.

Es necesario recuperar el lenguaje como una magia. Decir palabras que traigan a la luz tantos mundos por los que pasamos sin darnos cuenta.

Y ser objetivos al fin: dar al poema la clave de lo que somos y también de lo que no somos.

No sabremos de antemano cuáles son las palabras adecuadas. En verdad, sólo sabremos –pero constantemente- que en la luz, en algún rostro, en la música que se escucha en las profundidades, el poema se está perdiendo. Y que se parece más y más al amor. Por todo lo que apuesta. Por lo que exige al destino. Por esa luz trágica.