miércoles, 3 de septiembre de 2008

EDITH, POR LAS CALLES*

.
Esto no es una historia sino apenas una imagen. Puede ser un relato si alcanzo a decir de todos los modos posibles esa misma imagen. Porque es una imagen con la que hay que ir por partes:
El sol en verano pega fuerte. Pero esa siesta que ella pasó por las calles no era el sol solamente, era sobre todo el aire. Si hubiera sido el sol habría bastado con caminar por la sombra, pero como era el aire no había dónde esconderse. Y ella iba por las calles, esas horas sofocantes. Fue la primera vez que la vi. Se qué me sorprendió verla, pero en verdad no recuerdo demasiado esa primera imagen.
Lo que en cambio recuerdo claramente es la última vez que la vi. Habían pasado apenas unos meses y ella iba por la misma vereda, ahora embarazada, caminando muy despacio. La recuerdo claramente, casi como si fuera una foto. Recuerdo su silueta, el ritmo de sus movimientos, el modo que le caía la camisa delante del vientre...
Pero no puedo recordar su rostro. Recuerdo la forma de su nariz, sus labios, incluso el color de sus ojos; pero falta algo para recordar su rostro. Lo que recuerdo es esa última imagen, ya lo dije, de ella embarazada por las calles. Con esa imagen estoy contando su historia, pero es como si sin su rostro faltara algo.
Se llamaba Edith. Me enteré a los pocos días, al regresar a casa un mediodía. Ya debía ser la primavera: no recuerdo la fecha pero si la luz del mediodía y que ella llevaba un vestido rojo muy suelto. Elisa, mi mujer, nos presentó. Fui a cambiarme y cuando volví me senté a la mesa. Ellas conversaban del otro lado y yo las miraba mientras comía. Lo que en el recuerdo me confunde es la ubicación de la mesa. Creo saber muy bien cuál era el lugar en que habitualmente estaba, pero es como si ese mediodía hubiera estado más cerca de la ventana: recuerdo una luz intensa en ese instante en que ellas conversaban del otro lado de la mesa.
Le comenté que la había visto antes por las calles, de un modo casual y a ella pareció no importarle, pero luego aclaró que hacía apenas unos días que estaba en Jujuy.
Ahora me doy cuenta que las dos veces que la vi por las calles fue en la misma situación. Yo tomando café dentro de la La Royal y ella pasando por la vereda de enfrente. Pero la primera vez parecía una adolescente apenas. Iba vestida con esa mezcla hippie de cosas viejas y tejidos regionales; y su pelo era más claro que la paja. Supongo que me debe haber alegrado verla. Era una siesta muy fresca, todavía en los últimos días del invierno; y fue como si su presencia produjera una renovación de las cosas, anticipando días distintos ya con la primavera adentro.
La otra vez que la vi por las calles fue también la última. Era de nuevo la siesta y ya para entonces el verano había durado demasiado. Yo respiraba pesadamente adentro de La Royal a pesar de los ventiladores del techo y afuera el aire detenido bajo el sol parecía a punto de encenderse. Y ella pasó por la vereda del frente. Había llegado a ser una mujer. Caminaba muy despacio, con un embarazo de varios meses. Tuve el impulso de salir y llamarla pero me quedé quieto y ya nunca más la volví a ver.
Creo incluso que ambas veces pasó en la misma dirección: hacia el fondo de las calles donde queda la plaza y se van acabando las luces y se llega a las vías del tren. Pero la primera vez he sentido el impacto de su belleza y después sobre todo compasión o algo más profundo que no creo poder explicar. Si la hubiera llamado acaso no tendría nada que explicar; pero no lo hice.

Al mediodía en casa nos contó que había venido a Jujuy a trabajar en alguna escuelita de la Puna. Le pregunté adónde, a cuál escuela, y descubrí que no lo tenía nada claro. Sabía de algún modo que existía la Puna y que ahí había escuelas con niños y que ella quería ser la maestra, nada más. No me sorprendió demasiado: está lleno de gente así y nosotros los norteños tenemos las mejores oportunidades para todos ellos. Yo enseguida me fui y ella se quedó conversando con mi mujer, Elisa.
Después me contó Elisa que Edith la había llamado por teléfono para mandarle saludos de su hermano Javier, que vivía en Córdoba. Edith le dijo quien era y que el hermano le había pedido que la saludara y entonces Elisa la invitó a comer. Y también me contó que ese mediodía había estado dando tantas vueltas con el tema del hermano de Elisa, las cosas fantásticas que hacía y lo bueno que era, que terminó por creer que Edith estaba enamorada de su hermano. Y comentó: "Pobre chica...", como descartando toda posibilidad de que Javier hubiera podido prestarle atención. "Acaso si como amiga -agregó-. Pero nada más".
Elisa no la volvió a invitar, para no alimentar esperanzas en la cuestión de su hermano o porque no le interesó como amiga, pero yo la encontré unos días después en una pizzería. Me acerqué y le pregunté cómo estaba. Me contestó que bien con una sonrisa tímida, pero algo le pasaba. Así que repetí la pregunta y ella insistió en que estaba bien. Para no darme por vencido, le pregunté si ya había salido el nombramiento en la escuela del norte. Dijo que no pero que le habían dicho que ya estaba por salir. No quería mirarme y no quería hablar. Supuse que necesitaba hacerlo y que no me miraba para no permitirse hablar. Debía sentirse sola en la ciudad sin otra cosa que hacer que esperar un hipotético nombramiento. Le pedí entonces la dirección, para visitarla alguna vez, dije. Sacó un papel del bolso y anotó. No había aclarado si iría solo o con Elisa, pero el hecho de haberse puesto en el trabajo de escribir, me hizo creer que podía ir solo.
Sin embargo no fui enseguida. Anduve con la dirección en el bolsillo unos días hasta que un sábado a la tarde en que Elisa no sé por qué me dejó solo, me acordé de ella. Aunque todo es ya tan viejo, recuerdo haber recorrido los barrios hasta su puerta. Era cerca de un centro comercial donde de día funcionaba una feria con toda la gente del mundo y a la noche quedaba todo vacío, sucio y como abandonado. Encontré el número en una pequeña puerta de madera. Entré. Había que recorrer un pasillo muy largo. Me atendió una mujer por una rendija, llena de desconfianza. Le pregunté por Edith. Se quedó mirándome sin abrir la puerta. Pensé que no debía ser el lugar: había otras puertas más adelante en el mismo pasillo. Pero entonces la mujer abrió y me hizo pasar. Empecé a aclarar: es una chica rubia, de Córdoba... La mujer respondió de mala manera que no sabía si ella estaría, porque siempre tenía la puerta cerrada. Lo dijo como un reproche, como si estuviera mal que cerrara la puerta.
Tocamos la puerta. Se corrió una cortina y Edith me vio y con una sonrisa dijo "hola". Abrió la puerta y me hizo pasar. Parecía alegre por mi visita. Y yo estaba sin saber qué decir: esa chica que me había recibido en la habitación pequeña de una pensión miserable, no me parecía la misma que había visto primero por las calles y luego en el living de mi departamento. Tenía puesto un pantalón muy corto y una remera sin corpiño y debo haberme ilusionado al verla, pero lo que en realidad recuerdo es la sensación de suciedad y desorden. No había ningún mueble en el cuarto, de modo que sus cosas se apilaban en el piso. No había tampoco una cama, apenas unos cartones amontonados en un rincón con los que debía hacer su cama.
Le pregunté qué había estado haciendo, para decir algo, y ella señaló un cuadernito y dijo: "Dibujando un poco". Tenía la sensación de haber sido bien recibido, de modo que me acomodé en el piso y le pedí que me mostrara sus dibujos. Desde adentro del cuarto la cortinita de tela colorida brillaba como con luz propia. Edith me alcanzó el cuaderno en que estaba dibujando y me puse a ver los dibujos mientras ella me miraba, supongo que esperando algún comentario. Eran unos dibujos extraños, más parecían mapas o croquis que dibujos. Me detuve en uno y ella me explicó: "Está inspirado en mi barrio. Es el recorrido del colectivo que pasa por mi barrio. No éste barrio: mi barrio en Córdoba". Le dije como un estúpido que me parecían muy originales y muy interesantes. Los dibujos en verdad me habían llamado la atención, pero no se me ocurrió nada mejor que decir. Entonces se puso ella misma a mirar los dibujos, inclinando un poco la cabeza para colocarse en la misma situación que las hojas y enseguida dijo "Ya vengo" y salió del cuarto. Miré un poco más los dibujos y después me entretuve mirando sus cosas: su reloj, la ropas amontonada, la valija en un rincón, una lapicera de dibujo, todas sus cosas pertenecían a otro mundo. No entendía qué podía estar haciendo en ese cuarto.
Volvió con agua caliente y me invitó unos mates. Enseguida comenzó a oscurecer y ella prendió unas velas en un rincón. Intenté justificar mi visita, pero ella me miró y dijo que estaba bien, ella se alegraba de que yo hubiera venido y eso era todo.
No creo recordar mucho más de lo que pudimos haber hablado ese anochecer. Recuerdo, sí, que ella no quería hablar de sí misma o de su familia y también que cuando ya oscurecía un rayo iluminó la cortina y después se escuchó un trueno. Era el primer trueno del año y me alegró, como si fuera una señal de algo que no alcanzaba todavía a comprender. Yo la había ido a ver, sin saber bien cómo o para qué, pero ahí habíamos estado y sin decir demasiado ella había aceptado la condición en que debía transcurrir esa tarde y además se había alegrado por mi visita. Y ya en esos últimos momentos, cuando el cansancio hizo que nos calláramos, ella en la oscuridad se olvidó de su historia, del lugar dónde estaba y de lo que tenía que ocultar, y tuvo que hacer un esfuerzo para no hablar. Pero igual yo pude sentir, casi tocar, toda su desesperación. Y me quedé esperando que hablara. No esperaba ninguna otra cosa. Pero ella no dijo nada más y decidí irme.
Salí a las calles vacías y me di cuenta que se había hecho muy tarde. Estaba contento pero también algo inquieto. ¿Qué hacía esa mujer ahí en una pieza vacía, una pensión miserable y sin una cama siquiera? Y también sin futuro: apenas un incierto trámite para esperar un nombramiento y viajar entonces todavía más al fondo, a enseñar no sé qué en las famosas escuelitas. Y mientras atravesaba la ciudad no encontraba respuestas. Ni siquiera parecía de izquierda. ¿Qué podía entonces justificar ese recorrido hacia la Puna que la había dejado en ese punto inmóvil del camino?

Unos días mas tarde la pasé a buscar y fuimos a dar una vuelta en auto. Supongo que de nuevo mi mujer me debía haber dejado solo. Edith me esperaba en la puerta de la pensión y el primer diálogo fue en el auto ya con la última luz del día. Para entonces eran los primeros días de la primavera y el aire estaba caliente o algo más: lleno de esa intensidad y esa sorpresa con que llega la primavera. Ella se subió y como estuvo un momento callada, me pareció que seguía desesperada, pero enseguida me dí cuenta de que estaba mejor. De ese momento mi memoria sólo conserva esa sensación y no las palabras de un diálogo perdido, de modo que es imposible no dudar. Lo que ya recuerdo bien es cómo ella se alegró cuando recorríamos la ruta porque los carteles fluorescentes del camino parecían brillar. "Hermoso", decía y daba saltos en el asiento. Y yo a su lado me sentía como un estúpido incapaz hasta esa de noche de conocer la belleza de las rutas.
Llegamos al camino que lleva al dique y doblamos para alejarnos de la ruta. Ella no hablaba. Supuse de nuevo que no era porque no tuviera nada que decir, sino porque había algo que no quería decir. Ella misma era un misterio que yo no alcanzaba a descifrar y entonces le atribuía la necesidad de revelar un secreto, cuando ella acaso no tenía nada que decir. Pero lo que en verdad me asombra de esa noche es mi propia ceguera. No me animaba a decir o dar a entender nada, cuando ya estábamos solos en las sombras de un camino desierto. Al llegar al dique cruzamos un puente estrecho muy alto sobre el agua y ya del otro lado sospeché algo más y entonces di la vuelta y comencé muy lentamente el camino de regreso. Había ido hasta el punto más lejano sólo pendiente de la posibilidad de no sé qué libertad para estar con ella y de pronto volvía, ya más tranquilo, sabiendo que no tenía que forzar una oportunidad. Me e había dado cuenta que hubiera sido demasiado obvio y además no hacía falta que yo dijera o hiciera algo: ella estaba a mi lado y eso era de pronto suficiente.
Dejaba que el auto anduviera pausadamente siguiendo las suaves pendientes del camino y ella se sentó más cerca y se hizo profundo el silencio. Yo le había estado preguntando de su vida y no por cortesía o para seducirla, sino porque en verdad quería saber de ella. Toda ella, su presencia misma en aquel cuartito sin una cama, era un misterio. Yo suponía que ese misterio se dilucidaba en una historia que quería saber: ¿qué podía haber ocurrido para arrastrarla tan lejos? Porque estaba en un borde y parecía haber perdido todo. Algo tenía que explicar la expulsión de su mundo, algo o alguien. Ahora sospecho que no era ese el misterio que debía importarme. Como siempre, el misterio es uno mismo: yo también quería irme, viajar lejos y permanecer la tarde entera en un cuartito miserable de una ciudad remota. Lo que pasaba era que todavía aquellos días no me había dado cuenta.
Como no había conseguido nada con preguntarle qué hacía aquí y de dónde había venido, también me quedé callado. El auto se movía suavemente por la ruta a oscuras. Me distraje un poco con la radio y después ya sólo callando, descansando del día y de la necesidad de hablar. Ella reclinó el asiento para atrás, dejando apoyada la cabeza sobre el respaldo y suspiró una y varias veces y abrió las piernas muy lentamente, como si pudiera por fin relajarse un poco.
El auto se detuvo cuando se aplanó el camino poco antes del cruce y enseguida se escuchó a lo lejos el silbato del tren y yo entonces recordé algo que había ocurrido durante mi infancia en algún lugar de esa misma ruta. Una noche venía con mi familia y nos detuvo un policía cerca del cruce con el ferrocarril. Mi padre se detuvo a un costado del camino y se bajó con alguien a ver qué había pasado. Le dije a Edith que no había bajado solo, pero que no podía recordar con quién pudo haber bajado. "Debe haber bajado tu madre" supuso ella y yo me alegré de su interés. "No -le dije-, mi madre se quedó con nosotros, no podría habernos dejado solos. Tenía que haber alguien más".
-Tu padre entonces debe haber bajado solo- dijo ella.
-No -insistí -. No fue él el que nos contó lo que había pasado, él nunca nos hubiera contado algo tan impresionante.
-¿Qué fue lo que pasó?- preguntó.
-Una mujer se había tirado delante del tren con cuatro hijos. Qué desastre, dijo mi madre. Y después todos nos quedamos callados y se escuchó el silbato del tren, con toda la desesperación que esa mujer había logrado acallar. Es un sonido que todavía hoy me remueve adentro una tristeza sin nombre.
Estaba estremecido y no pude seguir hablando, pero ella entonces comenzó a hablar de si misma. No a contar qué le había pasado o por qué había tenido que huir, pero si hablar de si misma. Y ocurrió un diálogo verdadero, de esos que sólo se dan en la oscuridad, cuando desaparecen las imágenes y los cuerpos y todo lo que nos separa, y cada uno accede al diálogo consigo mismo. No recuerdo qué pudimos haber dicho concretamente en ese camino, pero recuerdo la sensación. Esa noche descubrí esa extrema posibilidad de escuchar a la que sólo se abre aquel que necesita hablar consigo mismo.
El auto se había detenido a unos doscientos metros de un puente muy alto por el que pasa un acueducto a más de veinte metros del camino. Ahí se nos hizo de día. No hay demasiados detalles. Acaso la abracé y nos besamos. Estuvimos un instante en silencio. Después ella me acarició el sexo y acercó su boca. Recuerdo es el momento en que ella con toda dulzura comenzó a besar mi sexo, recuerdo haber tocado su pelo, su rostro entre mis piernas.
Pero no es nada de esto lo que importa. No fue lo más bello ni tampoco lo más íntimo. Hablo, o quiero hablar, de lo que ocurrió antes. De ese diálogo que ya dije: recuerdo la oscuridad y que lo único que contaba entre nosotros eran las palabras. Lo que contaba eran las palabras y las palabras están perdidas. Como su rostro. Pero no importa. Lo que importa es que nos había llegado la sombra hasta lo profundo y habíamos comenzado a hablar en la sombra y entonces cada uno pudo ser el que era y también cualquier otro, el que quería o necesitaba ser.
Y no digo que ella haya contado de su huida. Ella seguía sin hablar de lo que fuera que la tenía tan lejos. Pero había encontrado algo verdadero en sí misma y además había podido hablar más allá de su destino particular, de lo más general del destino, como cuando dijo que la verdad no es algo que se admite sino algo que se encuentra y que el amor no es algo que se entrega, sino algo que se retiene. No importa por qué lo dijo, si tenía o no que ver con ese momento o con su situación: lo que cuenta es que fue capaz de decirlo. También recuerdo lo que yo mismo dije, tratando de corresponder a esas palabras misteriosas que ella había ofrecido: dije que el único diálogo verdadero es con la sombra, con aquellos en que la sombra nos convierte y con los que se nos aparecen en la sombra. Demostrándole así que el que en realidad no podía hablar de sí, era yo mismo. Y eso es todo lo que recuerdo, o creo recordar, de aquella noche.
Después ya recuerdo la madrugada. Cuando se hizo de día sentí que había estado escondido en el auto y salí a caminar por el costado del camino. El amanecer estaba transparente. Edith dormía dentro del auto. Creí entonces que nunca fuera de los sueños me había encontrado conmigo mismo en un modo tan intenso. Todavía no termino de aprender qué hay en el amor que nos permite descansar o de qué tenemos que descansar con el amor. Se me ocurren respuestas, pero me parecen excesivas. Acaso el amor nos deja descansar de la humanidad, de una identidad que no nos corresponde, pero parece demasiado decir algo así.
Esa madrugada había ocurrido algo definitivo. En verdad, todo lo que ocurre es definitivo porque el tiempo está constantemente destruyéndose; pero lo que quiero es nombrar ahora la sensación de haber recibido aquel instante como una pérdida que no creí ser capaz de soportar. Nada de lo que ahí había alcanzado me pertenecía: tenía que devolver esa mujer al mundo y volver yo mismo al departamento, a Elisa y a todo lo demás. Fue de esos instantes que nos consumen cuando en verdad logramos tocarlos. Estamos hechos de tiempo, dice Borges. Esa madrugada sentí que nos consumimos como el tiempo. Y ya de regreso los días que siguieron, sentí haber estado toda la noche con un desconocido. No ella, un desconocido que era yo mismo. Alguien definitivamente nuevo y también alguien muy antiguo, acaso más antiguo que yo mismo. Alguien del que me venía escapando.
- El mundo está destinado a nuestros encuentros- creo haberle dicho buscando algo más firme que apenas una noche.
- Ningún encuentro es posible -contestó-, porque sólo se trata de instantes. Lo único que cuenta es acceder a un instante y recuperarlo.

Tuvimos todavía un último encuentro. Era domingo. El verano había llegado de pronto. Había sido un día terrible de calor seco y viento y a eso de las cinco de la tarde directamente comenzó a soplar tierra. Estuvo soplando casi una hora y después comenzó a detenerse. Yo salí entonces a comprar el diario y la encontré. No sé qué haría por las calles, escapando tal vez del calor de su cuarto. Me detuve y la invité a subir, con culpa por no haberla vuelto a buscar. Lo que no podía decirle es que había pensado en ellas todas las noches mientras Elisa dormía a mi lado y que cada noche me decía que no tenía sentido y me prometía no volver a pensar en ella. Como dijo que no, le pedí que viniera, le dije que era yo el que quería que viniera. Ella se sentó en silencio y fuimos saliendo del centro por las calles vacías en un confuso momento en que nadie estaba seguro del final del viento, porque había terminado la tierra pero la ciudad aún no había podido reaccionar. En la avenida que bordea el río le pregunté cómo había estado y ella dijo algo, pero apenas para responder, sin llegar a decir más que unas pocas palabras. Seguía esperando un dichoso nombramiento y alguien le había dicho o prometido que ya saldría y estaba por lo tanto todo bien. Cuando ya recorríamos cada vez más rápido la avenida por la que se sale al sur, sentí que un viento frío venía a limpiar todo después de la tierra. Fue entonces que me preguntó si yo no me había dado cuenta de que estaba embarazada. No, le dije. Pero la miré y reconocí que era evidente que estaba embarazada. Nunca dijo quién sería el padre. Lo que contó era un poco absurdo. Decía haber descubierto su embarazo recién en el quinto mes; y explicaba: había estado muy tensa, con los músculos del estómago tensos, y de pronto se había relajado y había aparecido un embarazo de cinco meses.
Recuerdo haberla tratado con delicadeza, con gestos tan parecidos a los del amor, pero ella hizo el amor sin responder a mis gestos, como si hubiera encontrado una perfecta indiferencia: supuse que ese momento de estar juntos era todo lo que necesitaba, después ya tendría su hijo.
La última vez la vi por la vereda de enfrente. Iba muy despacio, pero creo que no por cansancio: aquella vez ya me pareció satisfecha. Qué puedo decir. La vi como algo ajeno cuando acaso era yo mismo el que estaba ajeno. Ajeno a mis sentimientos, a mi mismo, detrás de los vidrios de aquella confitería. Había encontrado en el embarazo el sentido de su fuga o lo que fuera que había venido a hacer aquí. Y eso me había tranquilizado: hubiera sido demasiado misterio si no hubiera podido dar con una obviedad como esa. Supuse que habría decidido tener un hijo con alguien, acaso el hermano de mi mujer. No sé si se lo habrá hecho saber, tampoco si habrá reclamado un reconocimiento de paternidad. Le habría gustado y acaso creyendo que lo único que quería de ese hombre era su imagen, había decidido tener un hijo con él, esperando no tanto una relación como un parecido. Y sin embargo, después había buscado una relación, o al menos una historia y así había viajado tan lejos y había llamado a ciegas a la hermana de aquel hombre en una ciudad perdida.
¿Y por qué me acuerdo de ella? No la ví más que tres o cuatro veces. Acaso no hacía falta más. Entre la gente sólo hay tres o cuatro veces; sólo momentos, como ella decía. Lo demás es pura repetición. La recuerdo en primer lugar por haberla visto tan sola. Había en ella como un desamparo adicional. Pero además sospecho que lo fundamental para que no haya podido olvidarla es esa forma de compasión que nos depara nuestra propia suerte. El destino de alguien que puede ser un motivo para reparar en nuestra propia vida. Y para descubrir que no era ella la perdida, sino yo mismo. Pero –como se ha dicho- esa ya es otra historia.
Edith ahora ya no es alguien, una mujer, sino una imagen, o -en todo caso- lo que puede inspirar una imagen: un texto, una pequeña historia. Una mujer que sigue caminando en la misma siesta entre vacilaciones de la memoria que lo van transformando todo.
.
*[De "No esperar nada más de las estrellas", Catálogos, Buenos Aires, 1999].

No hay comentarios: