domingo, 31 de octubre de 2021

El fondo de las calles

Los he mirado largamente.

Los he visto irse.

El lugar donde oscurece

ahora está en mí mismo.

Pisamos juntos

las veredas y las calles.

Quedaron abrazos y alegrías,

algunos gestos y palabras,

y papeles

y unas explicaciones

que ya nunca quisimos escuchar.

 

Y no volvimos a tener noticias

porque no llegan noticias

desde el fondo de las calles.

 

**

 

Había una galería

donde alguien hablaba conmigo.

Aquellas tardes el pasto crecía

y los árboles se llenaban de hojas.

Una galería y alguien

que hablaba conmigo

cuando la tarde

duraba demasiado.

 

Al irse no se llevó nada.

Se fue indefenso.

Después vino el silencio.

 

Lo que digo es que hay cosas

que se pierden: una tarde,

muchas tardes, una galería.

Y otras cosas que

en cambio nunca terminan.

 

**

 

Escucho aquí

trinos en los árboles.

Una ventana a las montañas

ahora que va deteniéndose la primavera

y los atardeceres son muy largos.

Todo persiste

en contra del silencio

y el tiempo es alegría

y la muerte no existe.

Pero lo verdadero es lejano.

Este atardecer es verdadero

pero también otros

que han pasado y que no cesan.

 

Lo que digo

es que el tiempo construye.

No pasa, crece.

Lo sucedido

sigue construyéndose

en silencio y entre sombras.

 

**

 

Yo insistía.

Yo quería escucharla.

Y ya después fue demasiado tarde.

Otras usaban perfumes,

ella no:

ella usaba olores naturales:

su saliva suave

y el ácido

de su piel.

Recuerdo después

su cuerpo erguido

y sus pasos inseguros.

Me había dejado distraer

por la ternura

hasta todo era imposible.

He querido pensar

que cuando nos tratamos con amor

quedamos en paz.

Pero no hubo amor. Ni paz.

Una lluvia solamente

que mojaba los huesos.

 

El tiempo crece.

Y cada cosa

después oprime más y más.

Después duele el corazón.

Se puede

seguir hablando,

suplicar,

decir sus nombres,  

pero ya nadie responde

desde el fondo de las calles.

 

**

 

La casa y el jardín

ahora se llenan de sombras.

Me abrigo

para acostarme en un sillón

porque las noches duran demasiado.

Creo que hubiera podido

hacer por ellos algo verdadero.

Para que no siguieran solos.

Para que no tocaran solamente el dolor.

 

**

 

Yo iba y volvía cada día

por un puente sobre el río

y siempre escuchaba

el murmullo del agua,

a veces suave

cuando el río era profundo y lejano

en los inviernos,

y otras veces un rugido

con las crecidas del verano.

Mucho después alguien

caminó a mi lado

y señaló hacia el agua

y dijo que él mismo estuvo ahí

cuando le dijeron que

había muerto su padre.  

 

Ahora el pasto crece

y escucho ladridos

y los últimos trinos

porque la luz se agota.

Acaso había algo verdadero.

Podría haberme aferrado a ellos.

Pero nadie

sostiene a nadie

al borde del llanto

o con los dientes apretados.

 

**

 

Silencio, en el silencio

de las calles.

Ya no llegaron noticias.

Una hora

sobre las criaturas.

La respiración

de la vida

y el murmullo del río

y una bandada

por el cielo oscuro.

 

 

lunes, 24 de mayo de 2021

sábado, 2 de agosto de 2014

El milagro de la mujer que no sabía si era hermosa o si tenía pinta de puta

No hacen falta detalles sobre ciertas cosas. O sí, pero voy a omitirlos. Me refiero a que me había metido en problemas. Pero no voy a profundizar en eso. Lo que quiero es contar de mi conversión, para decirlo de algún modo. Y de eso voy a hablar. Porque me hice de una fe. Una fe sencilla, diferente –hay que reconocer- a la religión que predico. Porque predico. Quiero contar, en verdad, de dos milagros. (Usando la palabra milagro, primero, porque no encuentro otra para designar la extrema buena fortuna; y también porque vivo en una ciudad donde lo único que hay es una virgen que hace milagros). Bueno, ya dije, problemas. Había lugares por los que no podía pasar y gente que no tenía que verme. Nada demasiado grave. Pero era necesario ganar tiempo. Esperar que algunas cosas fueran olvidadas. Anduve caminando. Al principio sin rumbo. Era de noche. Después ya en línea recta, con un destino: me alejaba del lugar adonde hubiera tenido que volver. No me sentía amenazado. Al contrario, iba con una especie de paz de saber que me alejaba. Y seguía por calles donde ya nadie podría reconocerme. Pasé con toda naturalidad por delante de otros dos policías en una esquina. Tenía que encontrar la forma de desaparecer unos días. Pasar la noche, en primer lugar. Era una noche tibia, por suerte, de las primeras del verano. Recordé, ni sé cómo, que en el barrio de mi infancia había un local donde trabajaba una costurera, al que yo solía entrar por una ventana en el fondo. Entraba y me escondía por un rato. Una pequeña travesura. Solamente para estar solo. Por eso lo habré recordado. Pero podía ya no haber nada en ese lugar. O haber cualquier otra cosa. La costurera, que era una mujer cuando yo era un chico, ya tenía que ser una anciana. ¡Tantas cosas podían haber pasado...! Lo mismo pensé que ahí podía esconderme. Era un fin de semana largo. Mientras tanto ya pensaría en otra cosa. Cuando uno anda tratando de escapar, unas horas es todo lo que interesa. Ahora veo que ya en esa hora me había convertido a otro credo, aunque todavía no lo hubiera sabido. Me sentía libre para seguir por las calles, para no volver. De un modo inexplicable. Ésa era la libertad, toda la libertad a la que podía aspirar, y ya la tenía. Pero no era todavía un conocimiento. Era apenas una tranquilidad, como ya dije, y también una energía ciega y oscura, que solamente me empujaba. Muy tarde llegué. Apenas antes de la madrugada. En el barrio todo había cambiado. Muchos edificios nuevos. Pero no tenía tiempo ni ganas para la nostalgia. Igual, encontré el local de la costurera. Seguía ahí, como hacía mil años. Fue el primer milagro. Hasta tenía el mismo cartelito. Y –lo que ya parecía demasiado- la ventana de atrás se abría como cuando yo era un chico. Metí la mano por debajo de la persiana y la levanté un poquito. Se abrió. Entré. El lugar era el mismo. Me dio la impresión, claro, de que era más pequeño. Yo había crecido, nada más. Pero no habían cambiado ni un mueble. Sólo que ahora todo un poco más viejo y más sucio. La ropa se había amontonando y había trapos que no tenían ningún sentido. Me acomodé bien. Me sentía rendido de sueño y ahí había trapos de sobra para acomodarme y dormir. Y así fue. Dormí casi todo el día. Me desperté cuando comenzaba a oscurecer. Estaba lejos de todo lo que solía frecuentar, de modo que nadie me reconocería. Podía caminar sin ningún miedo. Estuve, lo mismo, metido en ese cuartito hasta que se hizo muy tarde. Al final salí muerto de hambre. Y encontré un kiosquito que no existía en mi memoria. Me atendieron dos chiquitas que escuchaban en una radio programas evangelistas o algo así. Mucho de Dios y de las cosas que había que hacer. Como si para entonces ya me estuviera rodeando la idea de lo milagroso. Y después, en efecto, sucedió un milagro. Me crucé con una mujer que no veía desde la infancia. Doris. Y eso no era todo. Tampoco ella vivía en el barrio. Andaba como yo, perdida. De regreso al cabo de mil años. Fue mágico. Mejor dicho: milagroso. Sucedía lo que no sucede nunca. Porque nunca el que vuelve encuentra lo que creyó haber dejado. Esta vez sí. Ésa es la esencia misma de lo milagroso. Y permanecimos juntos en el local de la costurera todo lo que quedaba de la noche y todo el día siguiente. Me sentía extraño y dichoso, con esa chiquita un poco extraña que había vivido unas calles más allá de mi casa. Alguna vez en un carnaval nos mojamos. También alguna vez, cuando ya faltaba poco para que nunca más volviéramos a vernos, quedamos solos en un cuartito apartado cuando en otro lugar sucedía una fiesta, y tuvimos ese sexo lleno de incertidumbre y fracaso de la adolescencia. Esa noche la chiquita era una mujer y todo ocurría con naturalidad, como si no hubiera pasado más que un día. Casi sin habernos dicho nada, me hizo una confesión luminosa. Me dijo que debía ser muy linda o que debía tener mucha cara de puta porque los hombres la acosaban. Yo le dije que no parecía puta. “Ahora no –aclaró- porque estoy de sport. Tengo dos looks solamente: sport o puta”. Yo estaba solo y me había caído del cielo. Quise entusiasmarla diciéndole que era muy linda. “No –contestó-, tengo pinta de puta”. “Ahora no –dije aprovechando sus palabras- porque estás de sport”. Y nos reímos. Ese ha sido el milagro. Es decir, un regalo. Un regalo imposible, del universo. Un instante, en aquella fuga, en el que estuve a salvo. Nos divertimos porque ella era chistosa y además le causaba gracia una forma estúpida que tengo de buscar causar gracia. Que a las personas normales no les hace ninguna gracia. En un local lleno de trapos y una ventana a la calle por la que entraba la luz de los carteles que se prendían y apagaban en mi viejo barrio, ahora transformado. Todavía hoy recuerdo sus labios y una nariz parada y la carne de sus glúteos. La mujer se fue al atardecer del domingo. Y yo me quedé dormido y recién al otro día, al amanecer del lunes, desperté. Pero no me fui. La costurera podía volver en cualquier momento. Quedarme era meterme en más problemas, era obvio. Pero no me iba. Me quedé hasta que llegó la mujer. No sé por qué. En una inercia de la que no podía despegarme. Tal vez ya entonces convirtiéndome a una fe ciega en la generosidad de lo que sucede. La anciana llegó y me reconoció sin miedo ni sorpresa. Me llamó por mi nombre. Le agradecí conmovido y le dije que enseguida me iría. Yo había tratado de acomodar todo tal como lo había encontrado. La mujer, sin embargo, estuvo moviendo cosas. Después se sentó a trabajar. Cuando estaba por irme, me miró medio enojada y me reclamó la ausencia de un diario que ella tenía ahí. Yo no tenía idea. Acaso se lo habría llevado la mujer. Pero no. Era imposible. ¿Para qué alguien se llevaría un diario viejo? Le pregunté de qué diario se trataba. Podría conseguirlo, devolvérselo. “No”, me contestó. Como si ya no le importara. Fueron solamente unos días que anduve prófugo. Después me fui muy lejos. Perdí todo. Perdí a la mujer que amaba. Pero todo lo dejé sin titubear. Sin volver por un instante la vista atrás. Sin haber deseado siquiera que las cosas hubieran podido ser de otro modo. Es más, de alguna manera, impresionado por la repentina libertad que permitía que sucediera todo eso. Igual, algún tiempo después tuve un sueño y acaso sufrí en ese sueño lo que no pude sufrir en la realidad. Era una imagen muy simple. Yo estaba entre dos paredes. En un lugar oscuro. Y no sabía qué había del otro lado de una de ellas. Pero sí que detrás de la otra comenzaba el mundo. Y que por ahí andaba la mujer que amaba. Detrás de esa pared que en el sueño representaba todo lo que en la realidad se había levantado en mi contra. Pero no importa si el sueño fue para eso o no. Lo que había aprendido -y esto es lo único que quiero decir- era a querer solamente eso que se presenta cada día. No sólo aceptarlo. Plegarme a la fuerza de lo que se presenta. A la generosidad y a la fuerza ciega y brutal de lo que sucede. Sé que habrá unos cuántos dispuestos a cuestionar esta idea. Que podrían indicarme de otras vidas que hubieran sido posibles o de posibilidades que todavía hoy mismo estarían abiertas. No me interesa. Esta es la historia de mi conversión. Dije que fueron dos los milagros pero en verdad hubo uno solo: la niña de ese barrio que -Dios o el universo, no importa- decidieron devolverme hecha una mujer, para que tuviera con quién pasar la noche de mi fuga. Y el mismo rincón donde estuvimos juntos, la costurería, salvado también, así, intacto, para refugio. Escuché muchas cosas cuando intenté explicar esto en lo que había llegado a creer. Algunos me dijeron directamente que se trataba de filosofía barata. Puede ser. Otros, que era una versión estúpida de la autoayuda. Pero esto no. Nunca dije que uno debería ser feliz con lo que tiene ni nada por el estilo. Ni pretendí que lo mejor fuera vivir sin esperar nada, de modo de evitar la decepción o el fracaso. Nada de eso. Hubo una mujer que me escuchó, Gladis. Después de haber conversado mucho con ella, lo que tengo para aclarar es que no tiene nada que ver con la llamada “ley de la atracción”. Gladis hablaba de esa ley a la que calificaba como “el principio de la vida espiritual”. Fue la única persona a la que intenté explicarle eso que pensaba. Le dije todo lo que sabía sobre mi nueva fe. Que no era demasiado. Le dije que no bastaba con elegir una parte. Había que elegir todo lo que sucedía. Eso le dije. Me escuchó pero no la impresioné en absoluto. Al contrario. Ella quiso convencerme, con bastante insistencia, de la famosa ley de la atracción. Era comprensible, supongo. Se había separado hacía poco y estaba mal porque tenía un hijito y el ex marido la molestaba y se sentía sola y todo lo demás. Creía que esta ley de la atracción la iba a sacar de todos esos problemas. Y lo decía. Decía, por ejemplo, que el bien atrae al bien. Que si uno hace cosas buenas, recibe cosas buenas. Lo decía de muchas maneras: que la energía positiva atrae justo lo que uno necesita. Cosas así. O que si uno desea algo, si lo desea con todas las fuerzas, el universo conspira para que uno lo obtenga. A mí me parecía tan improbable como los milagros que hacía la virgen. O más improbable. No sé. Era una buena chica. Y debía suponer que, poniendo todo esto en práctica, mejoraría. Porque le hacía falta mejorar. Llevaba tres años mal. Eso decía. La relación no duró. No debe haber sido suficiente lo que nos hemos deseado y entonces el universo no pudo conspirar ni hacer nada por nosotros. En fin. Me fui lejos. A una ciudad antigua, pequeña, de alguna manera secreta, al final de una planicie sobre las primeras faldas de la cordillera. Lo único que había era una gruta donde encontraron una virgen. Rodeada de mensajes que fueron dejando aquellos que recibieron sus milagros. Placas de metal o plástico, en los que se pedía o se agradecía milagros. Y ahí encontré algo para hacer con mi pequeña religión. Cuando llega un grupo de peregrinos o turistas, por unos pesos, me encargo de contar la historia de la virgen y también que estuve veinte días en coma y que, por un milagro, logré recuperarme. Lo que de alguna manera es cierto. Lo digo, por lo menos, con convicción. Es mi fe, supongo, lo que me da la certeza necesaria para interesar a los turistas. Aunque no hubiera sido un estado de coma sino una mujer. Y sé que lo hago muy bien porque hay contingentes de peregrinos que vienen a buscarme recomendados por la dirección de turismo de la municipalidad o por agencias de viaje. Para llegar aquí, tuve que subir y bajar una larga cadena de montañas. Subí dormido, de modo que no vi la cuesta. Recién cuando bajaba del otro lado, casi al final, me desperté. Y vi el campo alrededor. Una planicie de cactus y árboles secos. Y me sentí a salvo. El mundo de los hombres podía tener los mismos límites que el de los animales. Salía de unas selvas húmedas y llegaba a una meseta árida y entonces estaba a salvo, como si ya ninguna especie del mundo de las selvas hubiera podido llegar hasta este altiplano. Haber creído que sucedía era lo mejor, resultó ser lo mejor. A los días hice llegar a mi madre y a mi mujer un mensaje en el que les decía que estaba bien, que no se preocuparan. Sin decirles si me volverían a ver. Y sin culpas o nostalgia. Porque eso es lo mejor que tiene la creencia en aquello que sucede: suprime pensamientos que confunden la vida. Y -desde ya- no hace falta aclarar que no pretendo convencer a nadie.

sábado, 11 de febrero de 2012

Cuentos de la mujer y el solitario

Un libro que publiqué hace muchos años. Como ha pasado demasiado tiempo, el mundo en que fue escrito y quien lo escribió –yo mismo- desaparecieron, desaparecimos, están perdidos, no existen más. Lo que puedo decir es que les ha gustado, a algunos más y, seguro, a otros menos. Pero todavía hay gente que me recuerda alguna frase. Eso justifica, supongo, que lo haya escaneado y que ahora lo ofrezca en formato PDF y en un servidor gratuito, para los que tengan la paciencia de correr las páginas hacia abajo y pasar por alto las transparencias que dejan ver, como a fantasmas, los poemas del otro lado. Hay que entrar y hacer click en download. Espero les guste.
http://www.mediafire.com/?gd25vzyr5jz128n

sábado, 13 de agosto de 2011

Entre las ratas


Hay un chico del otro lado de la mesa mientras oscurece. Yo lo miro en el silencio sin final de un día de invierno. No es su rostro, ni su ropa o su actitud. Es su piel, el blanco de su piel; un blanco extremo, casi transparente. No cualquier blanco; no el blanco de algunas flores o de las nubes. Es blanco de frío. Tal vez la palabra sea lívido. Una piel helada y transparente. Es una de esas instituciones para niños que, por algún motivo, tienen que permanecer encerrados, que aquí se llaman “hogares”. Niños abandonados, por sus madres y padres, o cuyos padres se han muerto o se demostraron ineptos o los pusieron en riesgo. O niños “en conflicto con la ley”. Es decir, hogares que no tienen nada que ver con todo lo que resuena en la palabra hogar.

El hogar quedaba en Santa Rita, un pueblito en las montañas verdes que rodeaban un valle. Estaban haciendo reparaciones en el edificio y había que ir a ver las obras. Yo trabajaba en Tesorería, tenía la administración de fondos para reparaciones; y había otros dos, ambos ingenieros, que iban a controlar la obra.

Llegamos a la siesta. Un lugar apacible. Yo había estado algunas veces, pero nunca había visitado el hogar. En el silencio de las puertas cerradas se escuchaba una acequia por la plaza. Por lo que yo sabía, el hogar no funcionaba ya por años. El edificio había sido una mansión, pero con los años y la falta de mantenimiento, las paredes se habían llenado de humedad y los techos comenzaron a caerse. Después siguieron pasando los años hasta que un día aparecieron fondos para la reparación. Yo no sabía por qué -si alguien habría hecho una gestión o si por casualidad una nota perdida habría llegado a destino-, pero en lo que a mí respectaba, un día hubo fondos y ahora se estaba haciendo la obra.

Nos detuvimos frente al hogar. Un edificio imponente, de más de media cuadra de largo; pero el frente había perdido definitivamente la pintura y había, además, pedazos enormes de revoque caído. Enseguida nos recibió una mujer, la encargada. Me extrañó que vistiera delantal. ¿Para qué si el hogar llevaba años sin funcionar? Atravesamos el portón y entramos a un patio lleno de escombros. La mujer nos hizo seguir hasta una oficina que funcionaba en una vieja cocina comedor. Sentí un olor dulce y desagradable, pero no muy intenso. Carne vieja, pensé, un olor que se había ido convirtiendo en polvo.

-Es olor de las ratas muertas -explicó la encargada.

Nos ubicamos, alrededor de la mesa, bajo altas ventanas a las nubes de la tarde. La mujer apoyó una pava caliente, acomodó unas tazas y sacó del armario un bollo finito y negro de humo.

Y contó lo que hasta ese día tenía que haber callado.

Se alegraba de que hubieran comenzado las obras. Y había que terminarlas lo antes posible. Y volver a hacer funcionar el hogar. Recuperar los chicos. Era urgente porque sino habría que devolverlo.

-¿Por qué devolver?- le preguntamos.

El inmueble había sido donado para hogar, explicó. No podía ser usado para otra cosa. Insistió: “donado expresamente para hogar”. Por un hombre rico que había vivido en esa casa. Si la donación había sido para hogar –repitió de nuevo-, no se lo podía usar para nada más. Si no, los herederos podían pedir la devolución. Porque, si bien el donante había muerto –aclaró-, sus hijos vivían. La mujer hablaba con urgencia y como declamando. Y justamente unos días antes de nuestra visita –siguió-, había aparecido uno de esos hijos y había andado preguntando si el hogar funcionaba o no.

-Y como funciona –agregó-, no pudo hacer nada.

Yo había visto, al entrar, a un chico al final de la galería. Sin prestarle atención. Podía ser un chico cualquiera. Pero al escucharla me di cuenta y pregunté:

-¿Cómo que funciona el hogar?

Todo había comenzado varios años atrás –comenzó a contar la encargada todavía sin contestarme-, una noche de lluvia. Una de las habitaciones se derrumbó. “Fue un milagro”, exclamó. Una viga cayó en medio de la habitación pero ningún chico sufrió heridas. “Increíble” dijo. Siguió una decisión obvia: sacar a los chicos. De casi treinta chicos que había, se llevaron a más de la mitad a un orfanato en la capital; los demás fueron saliendo hacia “hogares sustitutos” de aquí o allá. Pero quedó uno. Y entonces me miró porque me estaba contestando.

-Era el último que teníamos –dijo-.

Yo escuché: era el último. Y que lo tenían. La mujer, apurada, nerviosa pero también demostrando decisión, se puso a enumerar las medidas que tomaron para asegurarse de que el chico estuviera bien. No pudo explicar demasiado porque la interrumpió uno de los ingenieros.

-¿Un solo chico?

-Sí -contestó la mujer.

-¿Y con los techos cayéndose?

-No, siempre estuvo en lugar seguro.

Permaneció un instante en silencio. Como si hubiera perdido la fuerza. Como si se hubiera dado cuenta de la dificultad que había para explicar y no supiera cómo seguir. Volvió a hablar de las ratas. “Ya no se podía estar –dijo-, había por todos lados, en todos los rincones. Todo el día se escuchaban los pasitos sobre el techo”. Y –como los ingenieros y yo la mirábamos en silencio- siguió: “Pusimos veneno. A la semana, más o menos, comenzaron a caer muertas”. No sé si estaría procurando dar cuenta de los cuidados que habían tenido para con el último chico: limpiar de ratas el lugar donde lo tenían. “Aparecían en el patio, en todas las habitaciones, en todos lados. Las fuimos recogiendo, pero quedaron una cuántas ratas muertas entre las chapas y las maderas del techo”.

-Es un olor terrible -dije.

-No –contestó la mujer-. Hace ya tiempo y casi no se siente. Van a ver: después de un rato, uno se acostumbra y ya no se lo siente nada.

-Sí- acepté. El olor no era tan fuerte.

Habían sido quince las personas que trabajaban ahí, procuró continuar. Ella, la encargada; además porteras, maestras y enfermeras. Y habían estado ahí –enfatizó-, trabajando, todos esos años. El chico había estado muy bien atendido y no podía en verdad quejarse de nada.

-¿Y qué hacían? –pregunté, porque era obvio.

-Vinimos a trabajar. Todos. Todos los días. Para no perder el trabajo. O que nos trasladen. Esperando que traigan a los chicos de vuelta.

-¿Qué chicos? Deben ser todos mayores – objeté, un poco en broma pero también con furia.

Pero siguieron sus explicaciones. Todo era inconcebible. Un grupo yendo todos los días a trabajar a un lugar vacío. Y para no hacer nada. Con una sola habitación ocupada. Un solo chico. Atendido o abandonado, no se sabe, pero suficiente para la conservación del trabajo y el sueldo. La miré sin piedad y vi dientes sucios y transpiración sobre su rostro.

-Si no era por ese chico, tendrían que haberse ido –apuntó uno de los ingenieros, pero con un tono neutro, sin reproche, como una constatación nada más.

La mujer se puso seria. Tomó la pava y la dejó en la hornalla, como arrepintiéndose de habernos invitado. Sacó un repasador y limpió la mesa. Y dijo entre dientes: “Gracias a nosotros ahora los herederos no pueden pedir que ustedes les devuelvan la casa”.

El otro ingeniero, que había estado ajeno a la conversación, propuso que viéramos cómo iban las obras antes de que se hiciera de noche. La mujer envolvió el pedazo de bollo y se paró para que saliéramos. Salieron los tres pero yo me quedé en la cocina. No sé si apenado o solamente sin ganas. Era una casa enorme, completamente fuera de lugar en un pueblito lejano y pobre. No me podía imaginar quién pudo haber construido ese edificio. Y después donarlo para hogar. Pensé en un hijo abandonado y en una fortuna inesperada; y además en alguna cosa que en ese lugar pudiera haber tocado su corazón. Un chico en la calle, bajo la lluvia o el sol o cualquier otra cosa. Como fuera, esa mansión no tenía sentido en ese pueblito. Tampoco que hubiera que usarla sí o sí para orfanato. No había suficientes niños, ni ahí ni en toda la región. En una ventana muy alta, por la que había estado entrando la luz de la tarde, brillaba todavía el cielo nublado. Pero la cocina ya estaba en penumbras.

Entonces entró el chico. Entró sin verme. No sin mirarme: sin verme. Como si en realidad yo no estuviera ahí. Entró y tocó la pava con el revés de la mano. Sacó una taza, un saquito de té. Todo muy despacio. No con miedo o cuidado, con desgano –supongo- o aburrido. En el silencio de la cocina en penumbras vertió el agua en la taza. Era un adolescente. Una barba incipiente le hacía una sombra en el rostro. Tenía la camisa abierta y la piel muy blanca. Sus prendas venían cada una de distintos orígenes. Resultaba extraño que se hubieran reunido en un mismo cuerpo. Zapatos redondos de otros tiempos; un pantalón blanco muy grueso, de lona; una camisa floreada que podía ser un piyama. El pantalón demasiado ancho en la cintura. Lo aseguraba con una cinta; y además era corto y se le veían los tobillos. Agregó azúcar. Podría haberle dicho algo. Intentar conocer su historia. Lo extraordinario era el hecho en sí. El trasfondo del abandono y su condición de rehén o beneficiario de un grupo que se había aferrado a él como última posibilidad de conservar un sueldo.

Sacó el bollo y empezó a tomar el té. Estábamos a menos de un metro de distancia y de ningún modo parecía notar siquiera mi presencia. No me sentía incómodo. Pero lo que quiero contar es que elevé los ojos hacia la luz ya escasa que entraba por las ventanas y pensé en mi padre. O en la historia que tenía sobre mi padre. Porque padre no tuve. Llevaba su apellido y tenía además unas fotos y una historia. Pero nunca lo había visto. Tampoco había preguntado demasiado. Supongo que no me habían hecho falta más que esa historia y esas fotos. Las fotos eran verdaderas; la historia no sé, supongo que podía ser verdadera en parte. No importaba. En realidad, enseguida comencé a recordar al padre de un compañero de escuela. No sé por qué. Supongo que pensé en el padre de ese chico a mi lado en la mesa del orfanato, después en el mío y después en cualquier otro, un padre cualquiera, y encontré al padre de ese compañero. Sería lo más parecido a un padre que pude recordar. El único además, porque ni el mío ni el de ese chico parecían haber existido.

Y esto fue lo que recordé:

Era la ceremonia al final del curso. Había muchos padres -padres, madres, hermanos, abuelos, familias enteras-. Los habían ubicado frente al palco al que había que pasar a retirar los certificados. A los chicos nos habían formado a un costado. Las familias, desde el frente, saludaban y aplaudían. Pero cuando llamaron a ese compañero, su padre, en vez de quedarse entre la gente, aplaudir o saludar desde su lugar como los demás, caminó hasta el palco y lo abrazó y lo levantó por el aire. Después lo acompañó hasta su lugar en la fila. Eso fue todo. No me acuerdo del momento en que yo mismo pude haber pasado a retirar mi certificado. Tampoco recuerdo si estaban mi madre o mi abuela. Seguramente las dos.

El chico terminó el té y levantó la vista. Pero seguía sin mirarme. Parecía mirar la pared detrás de mí. Me fijé en sus ojos. Unos ojos negros, redondos y sin brillo. Había dejado la taza sobre la mesa y permanecía inmóvil, acaso sin saber qué hacía yo ahí o si tenía que decir algo o qué podría decir. Podía no tener nada para decir o no saber qué decir. Era yo el que tendría que hablar, pensé. Pero enseguida me di cuenta de que también yo mismo no era más que un hombre –ni más ni menos- y que tampoco tenía nada para decir. Yo tampoco lo miraba. Sentía, sí, una angustia. Por lo que pudo haber pasado esos años en el silencio de los demás chicos que ya no estaban. O por su piel: blanca, demasiado blanca, en el frío de las noches en la mansión en ruinas. No sé.

Los días que siguieron no recordé la imagen de ese chiquito. Ni el olor de las ratas muertas. Ni siquiera pensé en mí mismo o en mi propia historia sin un padre. No. Lo que recordé, una y otra vez, fue a mi compañero de escuela, un chiquito que no era yo mismo, y a su padre que no había sido el mío.