viernes, 16 de enero de 2009

Lo que necesita un cadáver

Entonces yo ejercía la abogacía y el muerto era hermano de mi mejor cliente. Bajaba una barranca –así dijeron-, y se resbaló. Los que lo fueron a buscar ya lo encontraron muerto; y llevaron el cuerpo hasta Peñas Coloradas, un pueblito en la selva del otro lado de la frontera. Ahora había que traerlo. Retirar el cadáver y pasar puestos policiales y de gendarmería. Y como la viuda no quería ir y no se lo iban a entregar a cualquiera, había que hacer unos cuántos papeles. Pensaron, con alguna razón, que lo mejor sería que fuera un abogado.

Yo no quería saber nada. No iba a andar por ahí con un cadáver en descomposición. El cadáver estaba en una heladera, me contestó mi cliente. Peor, dije. Insistió, ya presionándome: tenía que ser yo. Era su abogado; además me lo pedía como amigo. Al final acordamos, yo haría solamente los papeles; del traslado tenía que ocuparse otro. La viuda me hizo un poder y me entregó una copia del testamento. En Peñas Coloradas me esperaría uno de los amigos pescadores. Él se ocuparía de traer el cadáver.

Y ahora venía manejando por un camino de cornisa y se iba poniendo horrible, con nubes bajas y una lluvia incesante. Y ya eran muchos, demasiados kilómetros. Los limpiaparabrisas andaban apenas y no podía ver más que unos metros adelante. Había salido temprano con la ilusión de desocuparme antes de la noche y seguir a Tarija. Pero ya era casi el mediodía y no había llegado ni en la mitad del camino; no llegaría a ningún lado. Iba despacio pero igual era demasiado peligroso. Una senda de una sola mano entre barrancas de cien o doscientos metros, con un tránsito que no se podía creer. Cruzaban camionetas, ómnibus y camiones. En algunos tramos era tan estrecho que cuando nos topábamos uno tenía que retroceder, hasta que el camino se ensanchaba un poco y entonces uno se pegaba a la barranca o quedaba al borde del precipicio, para dejar pasar al otro.

La noche anterior había leído el testamento. Parecía de otra época. Escrito a mano, con letra diminuta y sin un error. Me llamó la atención que pidiera ser enterrado de inmediato. Lo reiteraba varias veces. Quería que lo pusieran en un cajón, cerraran la tapa y lo llevaran al cementerio. Lo más rápido posible. Aclaraba que los que quisieran, podían acompañar el cajón hasta el cementerio. Pero nada más. Ni llantos ni demoras. No había llegado a conocer al muerto, ahora me preguntaba por esa aprensión; el pudor acerca de su propio cadáver.


Se llega a Peñas Coloradas después de lo peor: el camino se hunde hasta el fondo del valle y comienza a correr por un costado del río y se cubre de barro. Seguí a diez o quince kilómetros por hora, patinando hacia los costados, y con los nervios de punta. Llegué ya en las últimas horas, a una plaza de puestos callejeros montados como pequeñas tiendas de campaña. Tenía que encontrarme con un abogado local, que ayudaría en el trámite, pero quise antes conseguir un hotel; no podía salir al camino de nuevo esa noche. Unos policías me indicaron uno: el Hotel Hidalgo. Quedaba en una pequeña meseta sobre un río. Era un lugar apacible y limpio, con salones enormes. Desde unos ventanales llenos de espacio se veía la ciudad. Pedí una habitación y me dejé llevar, por vereditas y escaleras, hasta una pieza sobre la barranca. Me tiré y cerré los ojos. Tenía el corazón agitado por las curvas y los abismos. Después estuve mirando papeles. Volví a mirar el testamento. Repasé -todavía sin saber por qué- lo que “el causante” –en el lenguaje del derecho- había dejado escrito sobre su cadáver. Que nadie lo viera. Que cierren el cajón de inmediato, que no haya ningún velorio; pasar derecho a la tierra. Después se detenía en una distribución de cosas y de bienes llena de precisiones y detalles.

Volví a las calles, a buscar al abogado. Atendía en un lugar que no parecía una oficina ni nada. Era un galpón, bastante grande, al que había que subir por una rampa. Había un amontonamiento de muebles y papeles que no inspiraban ninguna confianza. Todo fue sin embargo muy fácil. Ya tenía redactados los papeles, yo solamente tuve que firmar. Era un boliviano lleno de ceremonias, con el rostro apacible. Me pidió que volviera a la tarde del día siguiente. Pregunté si no podía terminar todo para la mañana. Había familiares y amigos en un velorio al que le faltaba el cajón y el muerto, dije para justificar mi apuro. Además el cadáver se podía descomponer. “No –me contestó-, está en la heladera”. Después insistió: nada podía ser antes que la tarde del día siguiente.

Me parecía increíble tener que quedarme un día más. Pero había algunas cosas más a las que tendría que ir adaptándome. Pregunté al abogado si ya se había comunicado el que se ocuparía de llevar al muerto. Me miró sorprendido. El creía que yo lo llevaría. Salí a las calles con una furia que no tenía demasiado sentido. Era un pueblo en las montañas, como en un reposo sin tiempo. Estuve leyendo en un barcito, después anduve por la plaza. Comí algo y volví a la feria y caminé entre los puestos, mirando relojes falsos, ropa de colores o frutas y verduras que no había visto antes. Era una noche caliente y los comercios permanecían abiertos ya cerca de la medianoche.

Al volver al hotel, me tiré vestido y prendí el televisor. Pasaban una película de un circo. Una mujer, a la que llamaban La reina de la cumbia, contestaba a la pregunta “¿Lo amas?” diciendo: “Hemos sido felices”. Después aclaraba: “Nada es para siempre”. A continuación hacía el amor con el hombre que la había interrogado. “Nadie puede quedarse en algún lugar sin terminar igual que los que viven en ese lugar” decía un anciano al hombre que había hecho el amor con la mujer. Me impresionó esa frase y sin motivo me puse a pensar cómo sería yo mismo si tuviera que permanecer en ese pueblito para siempre. La reina ahora conversaba con el viejo en los tablones del circo y enseguida comenzaba el espectáculo. La misma mujer había sido puesta adentro de una caja y el mago –que era el viejo con un disfraz lamentable- daba vueltas con unas espadas enormes. Cuando ya todas las espadas habían atravesado la caja, ella aparecía entre trompetas desde el fondo de la carpa. Ya cerré los ojos. Estaba cansado. Pude haber dormido un instante. Cuando volví a mirar, los personajes viajaban en un camión por las rutas de Brasil.

Desperté tarde al día siguiente y anduve por los salones vacíos. Había también jardines llenos de plantas que colgaban a la barranca. Abajo corría encajonado el río. Me parecía extraño estar ahí, mirando esas plantas remotas e incomprensibles; pero ya no sentía apuro. Cuando me iba encontré que el salón estaba siendo cubierto de blanco. Había una multitud de mucamas, no menos de veinte. Una me explicó que esa noche habría un casamiento. Ponían manteles y cortinas, acomodaban platos, limpiaban vidrios y decoraban las mesas con flores.

Llegué antes de tiempo a la oficina del abogado; me recibió sin embargo con todo listo: unos papeles con firmas y sellos que, resumidamente, servirían para retirar el cadáver, atravesar la frontera y enterrarlo en cualquier cementerio del mundo. Así dijo, con una satisfacción medio horrorosa: “¡Cualquier cementerio del mundo!”.

Si, pero no era yo el que tenía que llevarlo, sino alguien que no aparecía. El boliviano me miró. Insistí si no se había comunicado con él otra persona. “No, nadie” contestó.


En el hospital me indicaron un camino por pasillos en penumbras. Esperé, después, en la puerta de una oficina. Al rato escuché los ruidos de una camilla y enseguida llegaron dos enfermeras con el cadáver. Vino un policía y me miró con indiferencia, después leyó los papeles. Se terminaba la tarde; ya la última claridad bajaba de un tragaluz. Estaba todo en silencio. Miré el reloj. Vinieron de nuevo las enfermeras y llevaron el cuerpo. Las seguí. En la morgue lo pusieron sobre un mesón y lo envolvieron. Me reconfortó que lo acomodaran con cuidado. Acaso el muerto, al escribir el testamento, habría sabido que en cualquier lugar habría personas que se ocuparían de él. No necesitaría nada más. Que alguien acomode el cadáver y haga –como se suele decir- lo que ya no podría hacer por sí mismo: que lo lleve a un cementerio. Al rato volvió una de las enfermeras y puso unos broches para asegurar la sábana que cubría el cuerpo.

Yo ya sabía lo que iba a hacer. Para el muerto sería una humillación –pensé- viajar en la parte de atrás de una camioneta, pudriéndose sobre caminos deshechos. Para un velorio que nunca había querido. Recordé, no sé por qué, un instante en el viaje del día anterior. Cerca del mediodía se disiparon las nubes y reparé en la cantidad cruces a los costados. Eso mismo se hacía en Jujuy. Nunca supe a qué respondía la necesidad de señalar los lugares donde alguien había muerto. Las cruces en esas cornisas se clavaban en los bordes del camino, pero probablemente las pobres almas no se habían liberado ahí de sus ataduras carnales, sino al chocar al fondo de las barrancas. Los lugares de las cruces indicarían –digamos- los puntos de lanzamiento. Me contaron -no me paré a mirar- que el río abajo corría salpicado de restos de camiones, camionetas y colectivos.

Pude haber obrado de otro modo. Lo sé. Pude, por ejemplo, haber avisado. Tenía el teléfono de la viuda. Pero no lo hice. Salí de la morgue y arreglé un entierro. Algo modesto, pero que incluía todo: cajón, flores, una cruz, el traslado y también una parcela en el cementerio. No me importó gastar más que lo que me habían dado. Me dije que le hacía un servicio al muerto: prevalecería su voluntad de un entierro rápido y limpio, por sobre el viaje y las ceremonias que el amor de los otros pretendían imponerle.

-Ahora mismo –aclaró la chica de la funeraria- salen a buscar el cuerpo; en una hora y media lo van a estar enterrado.

Anduve por las calles mientras los vendedores levantaban sus cosas y las iban acomodando para la noche. Volví a mirar mi reloj. Llegué al cementerio cuando ya se disponían a tapar el cajón. Alcancé sin embargo a verlo adentro del pozo. Me quedé mientras caían las paladas de tierra. Me decía que había hecho todo bien. Me decía que a mí mismo me gustaría -cuando fuera mi turno- un entierro como ese: ya en la soledad de la muerte y anticipando la paz. No sé; me hice dueño del cadáver y fui el único en la morgue y en el cementerio. Acaso solamente porque estaba harto de los trámites y del viaje, pero sentí a cada momento que era justo lo que el muerto hubiera querido.

Cuando volví al hotel, ya en la playa de estacionamiento, me di cuenta de que sería un casamiento multitudinario. Me detuve en el hall de entrada en medio de un grupo de personas vestidas de fiesta. Tuve que pasar por una puerta al costado. En el salón sonaba una banda de cumbias a todo volumen. A los costados, lejos de las luces, había mujeres de vestidos largos, hablando entre dientes y riendo. No quise quejarme; no iban a parar un casamiento por mis quejas. No podría dormir y al día siguiente tendría que salir temprano y andar por caminos tortuosos. Me afligió pensar que manejaría muerto de sueño pegándome a las barrancas o asomándome a los precipicios. Buscando calmarme pasé entre la gente. Y me fui alejando, hasta el otro lado, donde estaba mi cuarto sobre la barranca. Abajo, por la quebrada profunda, corría el río a oscuras. Llegué a la escalera. No quise prender la luz. Bajé despacio, apoyándome en las paredes. Y entonces, al pasar de un escalón a otro, en un instante, quedó atrás la música y escuché solamente el ruido del río. No lo había escuchado la noche anterior. Habría crecido por la lluvia en las montañas; no sé. Detenido frente a mi puerta, me asombraba que el murmullo del agua fuera más profundo que el silencio de la noche alrededor.

(Publicado en Revista Intravenosa Nº 7, Jujuy, Octubre de 2008)

7 comentarios:

Anónimo dijo...

El cuento evidencia influencias de Cortazar, incita a reflexionar sobre la muerte, la fugacidad inapelable del tiempo.
Faltan las sangrías a comienzo de cada párrafo, pero eso no interesa cuando más de un sentido golpea desde lo profundo...

Anónimo dijo...

El cuento evidencia influencias de Cortazar...
Y aunque le faltan las sangrías de comienzo de párrafos,incita a reflexionar sobre la fugacidad del tiempo y esa maestra olvidada que es la muerte

Pablo Baca dijo...

Te agradezco mucho, Anónimo. Lo de las sangrías no va a poder ser, porque no se puede en un blog. Un abrazo.

Horacio Baca Amenabar dijo...

Un cadaver necesita tierra húmeda. Un hombre necesita un propósito (seco, quizás).
La muerte necesita huesos, porque es como un perro y le gustan los huesos.
Será que fue el cadaver el que atravesó las montañas ondulantes, ocupó hoteles y se ocupó de la papelería, será que fue el cadaver el que te buscó a vos para desenterrarte.

Este cuento me gusta, ya lo dije.
Saludos

Anónimo dijo...

Es cierto que el cuento recuerda algo de Cortazar ,la verdad es que me encantó! Me sedujo hasta el final.

Susana dijo...

Se necesita un profundo conocimiento de la vida para relatar "lo que necesita un cadáver", y lo haces de manera impecable. Me gustó. Me gusta.

Susana dijo...

Se necesita un profundo conocimiento de la vida para relatar "lo que necesita un cadáver", y lo haces de manera impecable. Me gustó. Me gusta.