miércoles, 8 de diciembre de 2010

Canción de los árboles

Los árboles son los seres vivos más grandes. Y además son magníficos, infinitamente sosegados, intensamente silenciosos. Y un bosque ya es algo más. Es como un animal enorme.
Yo tenía unos árboles que amaba. No sabía que los amaba. Amaba a los árboles y también al bosquecito que hacían entre ellos. Los encontré cuando nos mudamos. Me gustaron. Eran unos eucaliptus amontonados, uno al lado del otro, que rodeaban un zanjón profundo. Los habían plantado muchos años antes, para alimentar estufas de tabaco. Habrán desparecido algún día las plantaciones de tabaco, y los eucaliptus y ahí quedaron, olvidados y levantándose hacia el cielo.
El vecino tenía un bosquecito igual pero cortó todos los árboles y puso una pileta. Me dio pena. Si no para mí, seguro que para los propios árboles el bosque se achicó a la mitad.
Yo no necesitaba ni una pileta ni nada. De modo que los dejé tal como los había encontrado. Nunca había querido un jardín. Ni menos un bosque. Pero eso fue lo que encontré. Y me gustaba mirar a veces los reflejos del sol del mediodía sobre las hojas o cómo se inclinaban las copas cuando soplaba viento. Y escuchar otras veces el golpe de las hojas sobre el techo de chapa. O volverse oscuros cuando se nublaba y despejarse de pronto cuando comenzaba la lluvia. Estaban ahí. Nada más. Yo no sabía que los amaba. O que en realidad amaba el bosque.
Si sabía -acaso oscuramente pero sabía- que en esos árboles yo entendía o sentía las cosas que no podía nombrar. Digo, en primer lugar, mi propia soledad. Y el asombro ante la existencia llena de increíbles y hermosas criaturas. Como esos árboles. Y hasta entendía o sentía, la tristeza del amor, siempre sometido al tiempo y amenazado siempre por el tiempo. Y también el olor de la distancia y del tiempo perdido y de unas tardes en el fondo de la infancia.
Tampoco era que pensara demasiado en esos árboles. Ni que supiera que los amaba. Pero lo que digo es cierto. Y después sucedieron algunas cosas. Un día vino el vecino a quejarse porque mis eucaliptus en otoño le llenaban el patio de hojas. Tapaban su césped. Tenía que poner un jardinero sólo para levantar hojas. Y tenía también que cambiar a cada rato el agua de la pileta. Alertaba además sobre el peligro de incendios. Y en eso tuvo razón. Los chicos un día prendieron un fuego para jugar. Y en un instante llegó hasta el centro de las hojas secas y comenzaron a subir lenguas de fuego por las frondas. Cuando llegaron los bomberos los chicos tosían de tanto respirar humo y el vecino gritaba parado detrás de su alambrado.
El hecho era que tenía que cortar algunos árboles. Los más altos, los que estaban cerca de mi casa o al costado del camino, los que subían pegados al alambrado del vecino. Dije que sí. Sin pensar demasiado. Tampoco hubiera podido decir otra cosa. Ni aunque hubiera sabido que los amaba. Y una mañana me despertó el ruido de una sierra y ya mientras me preparaba un café, sentí el estruendo de un árbol que caía arrastrando ramas y que hizo temblar la tierra.
Ese día, cuando salía hacia el trabajo, me dio pena el primer árbol caído, pero eso era lo que tenía que ser. Me detuve a saludar a los hombres que ya ataban unas sogas al tronco del segundo árbol.
Los eucaliptus cayeron. Muchos de ellos. Los hombres los acomodaron en un costado y después los fueron cortando, convirtiéndolos en troncos con los que hicieron pilas. No me gustaba ver esos pedazos todavía en el jardín. Eran demasiado grandes para leña. Menos me gustaba mirar hacia las copas. Quedaban los árboles más bajos y más ralos y había espacios vacíos. Unos espacios como espectros donde antes flotaban las frondas.
Paso ahora a cada rato por el costado de los árboles que quedan. Sigo sin mirarlos. Yo sé que también son un bosque. Más chico, sin el espesor de entonces, con huecos por donde pasa el sol. Pero un bosque. Sé también que lo que me impide mirar ese bosque es el recuerdo. No los árboles que quedan. Que son seguramente hermosos. Sino los que ya no están.
El recuerdo y esos montículos de troncos acomodados aquí y allá. A esos sí que no los miro. Son, lo sé, las partes de los árboles que había. Pero son también justo lo contrario: símbolos de su destrucción. Y están ahí. Y no los miro. Los dejo estar, esperando que desaparezcan, que los tapen los yuyos un verano o que de algún otro modo encuentren un sentido.
Antes tenía un bosque. Ahora un paisaje de árboles solos. Y pedazos de troncos que no miro. Y siento que he perdido la imagen del mundo al perder los seres más grandes que había en el mundo. Y he perdido la tristeza del amor y la tristeza de la distancia y también esa canción profunda que a veces llegaba desde el bosque como de mi propia soledad.