lunes, 9 de noviembre de 2009

De "Un Relato Ausente"*

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Me acuerdo. Ella sentada en el piso, apoyada en mi cama, desconsolada, con un pulóver rojo y una bombacha negra. Cerrábamos la puerta al balcón donde caía la tarde. Igual era difícil. No sabíamos qué hacer con la miseria de nuestras voces. Estuvimos juntos, sin embargo. Y vimos ese otoño en el parque, un caballo blanco al galope entre los autos. Se habría escapado del hipódromo. Un caballo blanco, al galope, bajo árboles rojos y amarillos.

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Una mujer recostó su cuerpo sobre el mío, supongo que sin darse cuenta. El dolor me estaba dejando sin fuerzas pero acerqué mis labios a su cuello. Eran mis últimos días. Sentí que mi respiración le rozaba el cuello.

También estuvo lloviendo. En la ventana unos chicos señalaban hacia la calle, sorprendidos por el agua que cubría las veredas. Uno de ellos se separó y corrió bajo la lluvia. Eran partículas –eso pensaba también de mí mismo-, la mujer y los chicos. Partículas de un perpetuo poderoso. Y rastros de la gracia del mundo.

Yo hubiera podido seguir armando frases. Pero en verdad, no tenía ya nada que decir. El chico que cruzó corriendo no era algo que se pudiera decir; era apenas una pausa, una imagen que se detuvo solamente el tiempo necesario para escribir unas palabras. Es decir, no declararé la belleza. No hablaré de los que sufren. No volveré a mencionar el misterio. Esas temporadas se fueron.

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Ella había vaciado los actos y los instantes y también todo lo que había alrededor, como las plantas o las estrellas. Y no había quedado nada más que su cuerpo. Y como se había ido, el mundo era un lugar sin nada.

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*[Un relato ausente. Textos escritos en la niebla, reescritos al atardecer. Intravenosa, Jujuy, 2009].